Primero Néstor Kirchner, cuando pudo estabilizarse en el poder tras asumir en 2003 con poco más del 22 por ciento de los votos, y luego Cristina Fernández de Kirchner, llevaron adelante un gobierno y la construcción política y de poder en base a confrontaciones y peleas.
Así, los medios de comunicación, los grandes empresarios del campo, fiscales y jueces, la oposición política, fueron señalados como enemigos, herramientas de los grupos de poder económico y a las corporaciones hegemónicas y, por lo tanto, sus críticas fueron reformuladas en afrentas contra los 40 millones de argentinos.
En uno de sus últimos reportajes antes de morir, el escritor Ernesto Laclau -un gurú para el kirchnerismo- señaló que la división es necesaria dentro de un esquema manejable institucionalmente y que el conflicto es la esencia de la democracia y no hay democracia sin conflicto, sin antinomia y sin confrontación.
A la exacerbación de este conflicto regulado, como escribió Laclau en La razón populista, el periodista Jorge Lanata la denominó La grieta: una división imaginaria que en la última década cruzó de manera transversal todos los ámbitos de la sociedad, llegando a la base: amigos y familiares que rompían el vínculo, presos del fanatismo político.
En estos 12 años, las organizaciones sindicales (CGT y CTA) se fracturaron en oficialistas y opositoras, nació Carta Abierta y La Cámpora para defender el modelo nacional y popular como censores intelectuales y en el terreno militante ante las afrentan internas y externas; lo mismo pasó con actores, músicos y periodistas.