En la rica historia de la Selección Argentina en las competencias sudamericanas, la conquista de 1957 en Lima supone sin más la consumación de la triple G más anhelada en el fútbol: ganar, golear y gustar. Carasucias se dio en llamar a esos jóvenes que aunaban genuino espíritu de potrero con el entendimiento y las destrezas que requieren la competencia profesional.
Carasucias, en fin, por la soltura, la desfachatez y la creatividad de una formación orientada por Guillermo Stábile, uno de los más prestigiosos entrenadores en los tiempos de indicaciones cortitas al pie y pizarrón escaso o nulo. Stábile, que había sido el mismísimo goleador del Mundial del 30 con la Selección que perdió la final con Uruguay en Montevideo, era un hombre severo y certero, de cierto aire paternal. Pero eso sí: todos y cada uno de los eventuales ajustes estratégicos debían subordinarse a la sagrada ley de la libertad para pedir la pelota, asociarse con los compañeros y poner la mira en el arco adversario.
En ese contexto los cinco delanteros tocaron cumbre: Omar Corbatta en un extremo y Osvaldo Cruz en el otro; Antonio Valentín Angelillo por el medio y Enrique Omar Sívori y Humberto Maschio en la alternancia del juego interior, insider los llamaban entonces. Corbatta era un gambeteador indescifrable, Cruz destacaba en el sprint típico seguido del centro atrás, Sívori llevaba la pelota pegada al pie y pasaba o tocaba con idéntica elegancia, Angelillo hacía hace 60 años lo que para muchos hoy es novedad (convertir o salir del área y colaborar en el armado) y Maschio representaba una acabada expresión del futbolista moderno: entendía, jugaba y convertía. De hecho Maschio fue uno de los goleadores de aquella Copa América ,un total de nueve tantos, los mismos que el uruguayo Javier Ambrois.