Jorge Sampaoli llegó al seleccionado argentino bajo la bendición del presidente de AFA, Claudio Tapia, quien al momento de presentarlo en sociedad dijo de él que el representativo nacional tenía al mejor técnico del mundo, pero la con el tiempo desafortunada frase de Chiqui revirtió a una realidad lacerante: a ese entrenador semejante cargo le terminó quedando grande.
No es para todos dirigir al seleccionado argentino, y mucho menos si se cuenta dentro de él con el mejor jugador del mundo liderando a un grupo de futbolistas con largo recorrido vistiendo la camiseta albiceleste y, gran parte de ellos, siendo figuras de sus equipos en la élite europea. Sampaoli se presentó ante la opinión pública argentina como un revolucionario del fútbol y de la vida, dispuesto a cambiar todo lo que supuestamente se venía haciendo mal hasta entonces. Y de entrada los jugadores lo dejaron hacer. Para el afuera hizo convocatorias que pedía la gente como la de Mauro Icardi y simultáneamente ejecutó exclusiones como la de Gonzalo Higuaín que también demandaba el hincha. Sonaba a demagogia, pero lo dejaron hacer.
Viajó a Europa más seguido que a su Casilda natal, recorriendo las casas de cada jugador convocable, y como nunca Lionel Messi le abrió las puertas de la suya y se dejó fotografiar en el comedor. La confraternidad parecía asegurada y con ella el seleccionado se iba a potenciar tras un proceso que en menos de tres años dejo fuera a dos entrenadores: Gerardo Martino y Edgardo Bauza.
Pero todo iba a durar lo que un suspiro, porque conforme pasaban los partidos, los referentes que le habían dado el dulce de entrada se lo empezaron a quitar de a poco. Afuera Icardi adentro otra vez el Pipita, reclamado públicamente por sus compañeros. Pero la vuelta de uno servía para neutralizar el ingreso del otro. Javier Mascherano cambió de lugar respecto de la primera lista de convocados en la que figuraba como defensor y pasó al sitio que más le gusta, el de mediocampista central, hasta tal punto que en este Mundial es titular indiscutido y jugó los 90 minutos de los partidos ante Islandia y Croacia.
Y así, el Zurdo de Casilda fue arriando una a una sus banderas, hasta que en el final de esa agonía de convicciones, terminó reconociendo públicamente que esta selección no era suya, sino que era el equipo de Messi, en un intento de adulación a todas luces innecesario.