La solidaridad, un valor por excelencia

ENFOQUE

La solidaridad un valor por excelencia

La solidaridad, un valor por excelencia

Comparto una breve síntesis de un artículo publicado hace unos años por Ramón Arturo Vargas - Machuca Ortega (Medina Sidonia, 1948), filósofo, político y profesor universitario español. El concepto de solidaridad es un concepto vago cuyo dominio resulta demasiado borroso.

Cuando intuitivamente nos referimos a la solidaridad, estamos aludiendo a cierta preocupación de los unos por la suerte o el bien de los otros, especialmente de los más necesitados, los peor situados o los que están en apuros. De ahí que se le relacione con la filantropía, la caridad,

el altruismo y la fraternidad. Por lo común el término ha evocado el socorro más que la ayuda, la acción de los particulares más que la de las instituciones públicas, el ámbito de la sociedad civil más que el del Estado. Partimos de la consideración de la solidaridad como una de las expresiones de la acción colectiva, particularmente aquella que remite al interés de los individuos por la promoción de bienes públicos o por el bienestar de los otros. En el primer supuesto la solidaridad alude al compromiso de los individuos con la comunidad, un compromiso que los dispone a favorecer aquellos bienes que benefician a todos los miembros de un colectivo y de cuyo consumo y uso no se puede excluir a nadie. En el segundo supuesto, la solidaridad se relaciona con la disposición a procurar el bienestar de aquellos terceros, próximos o lejanos, que experimentan una situación de mayor necesidad y vulnerabilidad, que por lo general son ajenos al desarrollo de la acción y de los cuales además no se espera obtener algo particular a cambio. Hace algo más de un siglo se produjeron situaciones que curiosamente tienen ciertas analogías con algunas circunstancias del presente. Hubo entonces, al igual que hoy, grandes avances tecnológicos, formas de comunicación inéditas, grandes concentraciones de riqueza y poder empresarial e incluso aglomeraciones urbanas masivas con minorías étnicas empobrecidas. Emile Durkheim, sociólogo y filósofo francés, se ocupó de la cuestión concreta de cómo conciliar las libertades individuales surgidas de la disolución de la sociedad tradicional con el mantenimiento de una conciencia colectiva de cuya capacidad de regulación social y moral depende la existencia misma de la sociedad.

A la hora de superar la antinomia entre individualismo y solidaridad distingue entre dos modelos mutuamente excluyentes de relación entre sociedad y solidaridad, cada uno de los cuales además corresponde respectivamente a dos tipos diferentes de sociedades. Así, la llamada “solidaridad mecánica” se produce en las sociedades primitivas, donde la naturaleza de la conciencia común hace tan idénticos a sus miembros que no ha lugar para la conciencia individual, quedando los individuos ligados directamente a la sociedad sin intermediario alguno. Por el contrario, en la solidaridad orgánica, propia de las sociedades modernas, diferenciación funcional promovida por la división y especialización del trabajo disimula la promoción de los individuos y la dependencia de estos de la sociedad, concilia libertad individual y solidaridad social, de tal suerte que el desarrollo de la propia autonomía del individuo depende estrechamente de ese sistema de funciones interdependientes y complementarias que constituyen a las sociedades moderna. La solidaridad de este tipo de sociedad deriva de la afirmación y potenciación de la conciencia individual.

La solidaridad se proyecta como una referencia normativa que contiene pautas morales, compromisos políticos y restricciones jurídicas e institucionales. Así, en el derecho romano la solidaridad denota obligación compartida, individual y colectiva, que fuerza a cada uno y a todos a hacerse

responsable del conjunto. En cierto sentido evoca el recurrente “uno para todos y todos para uno”. No obstante, los grupos de intención solidaria no son inmunes a derivas viciosas como por ejemplo mutar en auto referenciales, corporativos, dependientes o manipulables, defectos que solemos imputar, muchas veces con razón, a otras agencias y ámbitos de la interacción social. Por otra parte, el indudable “capital social” de una densa red de asociaciones voluntarias, cuya contribución al desarrollo de la solidaridad y prestación de servicios sociales resulta hoy imprescindible, maximiza su rendimiento en el marco de un estado fuerte y democrático a fuer de inclusivo. El Estado debe preservar y desarrollar de modo apropiado el protagonismo que le corresponde, pero no por ello los ciudadanos tienen que subrogar en aquel sus propias e intransferibles

responsabilidades, ni tampoco tiene que declinar la contribución del asociacionismo altruista a la provisión pluralista y concurrente de servicios públicos y de estructuras de solidaridad. Más bien al contrario, una sinergia de cooperación y explotación exitosa de todas las capacidades

y recursos orientados a tal fin darán como resultado que el cultivo de la virtud de la solidaridad rescate el sentido originario de una fraternidad política y democrática.


* Decano de la Facultad de Ingeniería de la UNJu

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