Tinieblas profundas

ENFOQUE

Tinieblas profundas

Tinieblas profundas

 

Sin armas y sin alma es imposible: el horror de Wilfredo Caballero terminó de mover un piso que jamás estuvo firme, ni el sábado ni ayer mismo, hasta sincerar un descalabro que no hizo distinciones de nombres propios, incluida su estrella, para consumar una de las más penosas páginas escrita por la Selección argentina en la historia de los Mundiales.

El fútbol de elite no hace concesiones y si a la falta de brújula y al solitario argumento del voluntarismo se añaden fallas de principiantes y una prematura capitulación emocional, el tobogán se vuelve inevitable.

Y tan inevitable en medio de un naufragio sin remedio que hasta da un poco de pudor rogar que Nigeria le gane a Islandia y la calculadora haga un guiño que, por crudo que resulte admitirlo, sería inmerecido.

¿Cómo llegaba Argentina?

Envuelto en el tenebroso recuerdo del Mundial de 2002 y en el enjambre de ideas crepitantes bajo la calva cabeza de Sampaoli.

Pero si el entrenador tenía dudas, y vaya si las tenía, las circunstancias imponían el rigor de lacónicas demandas: ganar para sobrevivir o empatar para persistir.

¿Y qué se esperaba de un equipo urgido de ganar?

Determinación, un norte definido y destrezas.

Y en el primer tiempo hubo algo de lo primero, poco de lo segundo y casi nada de los terceros.

Más contemplativo de lo que se presumía, aún con escasa tenencia en Modric y Rakitic, los croatas propusieron un duelo tenso, áspero, consentido por el juez uzbeco, con ataques directos que más temprano que tarde desnudaron fragilidades defensivas y desacoples por el lado de Mercado-Salvio y a de forma ocasional a las espaldas de Mascherano.

Así y todo Argentina dispuso de tres o cuatro merodeos peligrosos, incluido la la contradictoria desdicha de una mala definición de su mejor jugador, Enzo Pérez, en el contexto de una ofensiva más vertiginosa que precisa y que, como nota de curiosidad y desaliento, dejó ver a un Messi protocolar, un Messi rodeado o desconectado, pero siempre lejos de la venta del pescado grande.

Así llegamos a un segundo tiempo de pronóstico cantado: empate, triunfo ajustado, derrota o incluso el apocalipsis que esperaba, agazapado.

Y fue apocalipsis: el blooper de Caballero tuvo un valor en sí mismo, desde luego, al tiempo que dejó en carne viva a un equipo confuso afuera, sin liderazgo adentro (otra vez, ¡ay!,

Messi constituido en la bandera del desánimo), sin juego, sin fuego y sin dar señales de que por lo menos se permitía soñar.

Todo lo que vino después transcurrió en clave de pesadilla sin fin.

Ya habrá tiempo de pasar la lupa fina.

De momento, de lo único que no sería digno hablar es de una conspiración del destino, de la mala suerte y de otras infusiones de lo que pudo haber sido y no fue.

La Selección, esta no-Selección, ha cosechado su siembra.


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